EDITORIAL DEL NUMERO 10: Cine y Manierismo

Hubo un tiempo -los muros de la Universidad de Salamanca atestiguan sus huellas- en el que el acto de defensa de una Tesis Doctoral constituía uno de los acontecimientos por excelencia de la vida universitaria.

Hoy, sin embargo, ya no es así. No es que se defiendan menos tesis. Todo lo contrario. Las hay en grandes cantidades y, por lo demás, generalmente acompañadas de las más altas calificaciones. Pero el caso es que casi nadie asiste a ellas: solo la Comisión -moderno y aséptico seudónimo del antiguo Tribunal-, el doctorando, a veces un amigo, y algún familiar.

Nadie más se interesa. Y nadie se ocupa, por lo demás, de que otros -los estudiantes, por ejemplo- acudan. Y cuando el acto comienza, algunas veces, incluso el Presidente afirma que aquello es un acto administrativo, un ritual complicado y engorroso que convendría resolver lo más rápidamente posible. Por lo que invita, al candidato, a ser breve. Es normal que los que lo oyen sonrían con simpatía. Ven en ello un indicio de buena voluntad, de decisión ya casi prefigurada de que todo ha de acabar bien.

De manera que todos los allí reunidos parecen haber olvidado lo esencial -salvo que lo esencial sea el banquete que a continuación habrá de costear el nuevo doctor-:que se trata del acto que cierra y presenta un trabajo de años, en el que late la pasión de saber de quien lo ha realizado.

Y que ese trabajo, pero sobre todo esa pasión, precisa y merece de un acto de reconocimiento. No del aplauso amable, sino de discusión comprometida, no menos apasionada.

Lo que requiere, precisamente para que ese acto sea configurado en su autentica dignidad, del rito. Pues esto es un rito: un conjunto de procedimientos simbólicos destinados a configurar un acto para que pueda alcanzar su justo sentido.

Y esto otro es lo que le da, al rito, su sentido: la existencia de un mito que lo conforma y que, en la ceremonia ritual, es puesto en escena y, en esa misma medida, realizado.

Pero nuestra universidad ya no cree en mitos. Si conserva sus ritos, los vive como enojosos, aunque inevitables, expedientes. ¿Inevitables por qué, si ningún mito los anima? Quizás porque, después de todo, siempre pueden servir para dejar claro quién manda.

Emerge ahí, por lo demás, ese tópico hoy aparentemente incuestionable: que debajo de todos los discursos -y por eso, también, del de la universidad- no se juega otra cosa que la lucha por el poder.

El caso es que tal tópico, cuando se aplica a la universidad, se descubre como la negación misma del mito que animara antaño sus rituales, el que daba sentido simbólico a sus ceremonias: que la universidad está destinada a ser el espacio donde se cultiva la pasión por el saber. Y que eso puede merecer la pena.

¿Los mitos son ficciones? Lo son, desde luego, si nadie cree en ellos. Pero si unos cuantos se los toman en serio, si comprometen en ello su pasión, pueden convertirse en profecías y, por ello mismo, llegar a realizarse.

Es posible que a estas alturas del editorial que el lector tiene ahora en sus manos haya llegado a la conclusión de que quienes lo suscriben son de una ingenuidad incorregible. Desde luego multitud de profesores universitarios compartirán su opinión. Pues corren tiempos en los que el saber se confunde con el especticismo. Cuando no con el cinismo elegante de aquellos otros que no conocen otra pasión que la del poder.

¿Qué podemos hacerle? Si esos son los términos de la elección, habremos de escoger la ingenuidad. Por lo demás, ¿no podría residir en ella la vía genuina hacia el saber?

Pues ingenuo es aquel que se toma las palabras al pie de la letra. Y las palabras son, después de todo, las herramientas mismas del saber.